viernes, 29 de julio de 2016

LA MELODÍA

Encontré el siguiente  cuento  en un CD de  respaldo, perdido  entre  otros artilugios. A ver qué  les  parece.


LA MELODÍA

  








1
           El caso de Andrés Samaniego es como aquellos que uno los ve después convertido en documental.  El pianista más grande desde Arrau.  La promesa para un Chile que ya no tenía mucho que ofrecer al mundo.  Al menos todavía tenemos las muchas grabaciones en vivo y en estudio que dejó para la posteridad, incluso tenemos su bello piano, el mismo que lo acompañó desde la infancia, donde tomó sus primeras lecciones, y en el cual, según dicen lo que pasó aquella noche durante su último concierto, tocó aquellas notas que lo llevaron al límite de lo humano.


            Samaniego era un buen hombre, hijo menor de una familia de cuatro hermanos, fue el que más satisfacciones dio a la pareja de campesinos.  Su amado Chillán, tierra de artistas, le otorgó el don maravilloso que habita en sus fecundas tierras.  Se decía que desde pequeño le llamaban el “List de América”, pues siempre tuvo esa facilidad para hacer posible lo imposible.  Samaniego era al teclado lo que Paganini al violín.  ¡Oh qué satisfacción para los que pudieron gozarse desde los infantiles ocho años con aquellos temas que sólo los más grandes podían ejecutar! Hasta el mismo Roberto Bravo, poco antes de su muerte lo aplaudió como “aquél más poderoso que yo”.  Ganador de todas las becas, solicitado por todos los conservatorios, reconocido por todos los críticos, grabado por todos los sellos, se le auguraba una madurez segura, magnífica, preciosa, llena de las más grandes realizaciones.  Resultó ser, además, un dedicado estudioso, no confiaba únicamente en su talento natural, por el contrario, lo cultivaba celosamente, como el artista que era, que se da cuenta que tiene una responsabilidad con toda la humanidad.  Siempre se consideró poseedor de un regalo de Dios, y él no era más que el medio, y por tanto debía protegerlo, madurarlo y difundirlo.


            Así, con todo ese potencial, destacó también como escritor, siendo su tema favorito la recuperación de aquellos compositores que por su escasa producción, por ideas incorrectamente políticas, o por desavenencias con el gusto de la moda, se olvidaron entre antologías rebuscadas, añosas y perdidas.  Sentía, por cierto, una predilección por los pianistas, que además de rescatar sus nombres de la insoportable ignorancia, recuperaba para la humanidad, como un tesoro escondido, sus melodías que él ejecutaba con inimitable belleza.  Precisamente cada año, Andrés publicaba sus descubrimientos y nunca le faltaron interesados en grabar por el mismo intérprete las obras de aquellos geniales compositores del pasado.  Obligados eran los conciertos por todo el mundo donde siempre se renovaba además de, por supuesto, cumplir con los gustos generales y dar su propia versión de los clásicos queridos y conocidos por todos. 


            De esta manera Andrés Samaniego conoció a “Aberto De Lucca”.  Como siempre, perdido en las polvorientas bibliotecas de Europa, el chileno más de una vez descubría los nombres de los viejos artistas, y luego revolvía media cultura occidental para encontrar siquiera vestigio de sus composiciones.  En efecto así encontró las cuatro únicas obras de De Lucca.   De la historia de este italiano del siglo XIX sólo se sabe que estudió en Turín y que rechazó toda la enseñanza que le dieron, afirmando que él esperaba componer una producción sin parangón y sin paralelo.  La idea era crear sin influencias de nadie.  Y para Samaniego, el rebelde Aberto lo habría logrado.  Lo que hacía muy complicada la historia del italiano era su extraña desaparición de los círculos de arte y de los diferentes archivos.  Es más, no había noticia de su deceso.  Pero para un hombre de espíritu libre, sus creaciones lo mantienen con vida mientras halla alguien que exista para gozarse en sus inspiraciones.  La obra de De Lucca era sencillamente una locura inusual e infinita, Cada una representaba siglos de avance en las posibilidades interpretativas.  Con diáfanas cadencias, cromáticos acentos, disparatados ritmos.  “La Sonata de la Luz”, primera obra del compositor, era un imposible derroche de genialidad.  “El Nocturno de Dos Rostros”, torre poderosa de disciplina.  “Los Caminos de Asís”, testimonio de una fe conflictuada, pero sincera.  Y por última, la mejor, la más increíble, la más perfecta, la más difícil, capaz de elidir al intérprete más decidido ”El Corredor”.  Sí una galaxia de placer y de pureza.  Una tormenta de sentimientos y a la vez, una desastrosa decepción, ya que era la única de las cuatro que estaba inconclusa.   En efecto, la obra se oía tan bien, encendía tantas memorias, motivaba tantos abrazos y tantas fiestas, impulsaba los corazones a las realizaciones más decididamente complejas, y cuando el espíritu estaba dispuesto a abrazar la fiesta de esperanzas y de pasiones que estallaban en el espíritu...  el silencio.  Nada.  No había continuación.  No había nada por donde se pudiera avanzar.


            La ambición y el atrevimiento eran demasiado grandes como para no imbuirse del talento y espíritu de De Lucca, y la tentación de terminar la obra del desaparecido pianista italiano fue demasiado grande como para negarse.


2
Decidido a tan imposible tarea, Samaniego se retiró a su cabaña cerca del lago Rapel donde iba para alejarse de todo.  Allí nadie perturbaba su trabajo.  Se agenció de todas las composiciones que pudo encontrar donde fue otro compositor el que terminó la obra de los maestros.  Las escuchó una a una, la memorizó nota por nota, ensayó por sí mismo alternativa por alternativa y por cierto encontró algunas que habrían hecho palidecer a los más que intentaron continuar con las creaciones de otros.


Sin embargo, nada parecía gustarle.  Desechaba una tras otras los brillantes finales que podía encontrar para ”El Corredor”, para esa melodía que lo tenía obsesionado.  Se sentía con la tremenda responsabilidad de rescatar la inspiración que un desconocido acontecimiento privó a la humanidad de la obra más bella jamás compuesta por mortal alguno.  Sin duda alguna, Aberto De Lucca debía tener algunas experiencias espirituales muy fuertes, ya que sólo del cielo podía venir algo tan sublime y tan exigente.


            Con los días de intenso trabajo su rostro comenzó a perder color.  Sus ojos se vistieron de coronas que revelaban la falta de sueño.  Y sus ropas quedaron holgadas en un cuerpo que perdía peso peligrosamente.  Algunos de sus amigos recibían extrañas correspondencia donde Samaniego explicaba los desesperantes escollos que debía salvar para lograr su loca empresa.  No pocos incluso le ofrecían compañía, o consejos donde le instaban a dejar, aunque fuera por el momento, esa tarea al parecer suicida. 


Día tras día, noche tras noche, Andrés intentaba en su teclado descubrir las intenciones del compositor decimonónico.  Muchas notas fueron aceptadas, y muchas más fueron rechazadas.  Cientos de pentagramas llenaban el papelero donde caían las frustradas intenciones del maestro Andrés.  Hasta su piano, su querido piano, tuvo que sufrir los golpes de las desesperadas tempestades de impotencia del decidido músico.


            Al final, y pesar de todos su esfuerzos y de todo su talento, Samaniego entendió que no podía.  Lo que para él era desconocido, el fracaso, por primera vez lo contemplaba.  Lo vivía.  Él, quien pudo interpretar el vals de Mefisto a los ocho años, ahora se hallaba empantanado y tenía que reconocerlo y sobre todo, aceptarlo.  Terminar la obra de De Lucca era sencillamente algo que estaba más allá de todo lo que él podía realizar.  Y terminó por comprender.


            Luego de un par de meses de vacaciones y de incluso cuidados estrictamente médicos, el pianista chileno anunció uno de sus conciertos más esperados.  Donde solía interpretar el fruto de sus descubrimientos: las nuevas obras de los maestros que quería entregar al mundo.


            Por supuesto que todo el mundo quiso pasar por la experiencia maravillosa de escuchar al maestro de Chillán en su primera presentación de esa temporada.  Y claro que los primeros siempre son los menos queridos, los críticos, esos señores expertos en lo que ellos no saben hacer.  Fue tanta la belleza que tuvieron que soportar que incluso aquellos que tributaban sus sueldos de los sellos discográficos contrarios al de Samaniego, lo más terrible que pudieron decir fue: “...su talento lo obliga a veces a ir más allá de lo requerido y se precipita al abismo de una perfección innecesaria.  ¡Qué lamentable en un artista tan connotado!”.  Todo el concierto fue un gozo para los asistentes, una notable muestra de los frutos que da la dedicación y el esfuerzo humano.


            El programa de las presentaciones del chileno se dividió en tres partes.  Una dedicada a los maestros de siempre, aquellos a los que es imposible no mirar si quieres saber lo que es la belleza musical.  Una segunda parte en que Samaniego tomaba temas del folclor de su querido Chile y los presentaba en notables arreglos para piano que nada tenían que envidiar a los clásicos que ya había presentado.  Y la tercera parte, una de las más esperadas, en que el pianista mostraba las obras de aquellos compositores perdidos en el tiempo y en el espacio.  Este año le tocó el turno al fascinante Aberto De Lucca.  Y las expectativas no fueron ni remotamente defraudadas.  Uno a uno de los movimientos fueron inevitablemente celebrados.  No se podía esperar hasta el final para vitorear al autor por un lado y al intérprete por otro, que sin duda su buena parte en el éxito de la obra tenía que ver.  No obstante, a pesar de toda la acogida del público por su trabajo, Samaniego tenía una tristeza inevitable, no haber dado final a la bellísima obra de De Lucca.


            El ciclo constaba de cinco sesiones.  Todas, por supuesto, fueron a teatro lleno, pero ninguna fue más inolvidable que la última, cuando ocurrió todo.  En efecto, Aquella noche, la última de la que se supo algo del eximio pianista de Chillán, los fanáticos se habían repetido las presentaciones, los críticos otra vez, para ver si estaba vez podían encontrar algo malo de qué hablar.  Y por cierto así fue, pero no lo que sospechaban.  Las notas del piano se oían maravillosamente, el instrumento sólo era afinado por Andrés y era su mejor amigo, el más fiel, el más sincero.  Lo único que nos dejó de esa noche. 


            Cuando el artista, comenzó, traía en su corazón una sensación extraña, una especie de presentimiento mezclado con euforia y hasta con una nostalgia.  Se acercó a su querido piano, y tuvo la rarísima certeza de que sería la última vez que lo tocaría.  Las maravillas que pudo entregar aquella noche, por fortuna, quedaron grabadas por una serie de fanáticos que lograron colar sus aparatos de grabación a pesar de las estrictas medidas de seguridad.  Los clásicos maestros se oyeron mejor que nunca, las melodías nacionales más perfectas que en ninguna otra presentación.  Sólo al final, cuando todo parecía terminar, Samaniego entregó a la humanidad la más extraña obra jamás compuesta: “El Corredor”.  Entonces fue que todo cobró sentido.
Ya desde los primeros acordes la melodía actuó inexplicablemente en la audiencia.  Los asistentes comenzaron a ser invadidos por una serie de imágenes proyectadas en una zona muy profunda de la mente que los llevaban a dimensiones infantiles, a lindas remembranzas del pasado.  Era como si la obra cobrase vida, y como si estuviese a punto de llevarse a todos hacia lugares de insólita descripción.


            Las bellas notas y el olvido del mundo hicieron que la inteligencia y la  imaginación del pianista se unieran a tal grado, como dispuestas a dar a luz una nueva forma de comprensión del universo y de la existencia misma.  En su interior fue formándose la imagen de un corredor inmenso y acogedor, un vínculo misericordioso entre su espíritu y algo insospechado que le esperaba del otro lado.  El ímpetu en la interpretación se transmitió al público que también experimentó el recorrido adormecedor, pletórico, irresistible.  Pero a la vez, muchos de los asistentes se percataron que la obra de De Lucca se alargaba poderosamente, como si, por fin, el mismo Andrés Samaniego concluía el movimiento que hace más de cien años había quedado trunco.


3
¡Qué maravilloso! ¡Qué inesperado! ¡Qué sencillamente fascinante! El pianista se percató que su talento, su conciencia iban más rápidos que sus manos.  Por fin podía anticipar, corregir, componer en fracción de segundos los acordes, notas, acentos de la perturbadora obra de De Lucca.  Un gozo más grande a lo antes vivido lo estaba consumiendo.  Su antigua frustración ahora era embriaguez, total animación.  Un sudor tibio se deslizó por la frente del intérprete dejando contemplar la entrega absoluta en la ejecución de “El Corredor”.  Una limpia alegría lo comenzó a llenar, un contento, una armonía con todo lo existente.  Las notas podían dar la sensación de una felicidad duradera y total.  Lágrimas de profundo regocijo se deslizaban por las mejillas de una artista cuya cumbre, según él, había por fin tocado.

            Fue en ese momento cuando la cosa más absurda e inesperada sucedió: Samaniego comenzó a brillar.  Sí brillar, con un resplandor muy fuerte, una luz celestina que hacía suponer que el mismo Andrés ya no era lo que parecía ante los ojos del mundo.  El público se hallaba impresionado, asustado incluso, pero no hubo disturbios, pues la belleza de esa visión dejó a todos ajenos al mundo que había a su alrededor.  De pronto un círculo de luminosidad apareció frente al piano.  Era una especie de arco por donde podía entrar fácilmente un automóvil.  El centelleo de las luces, más éxtasis de la música ayudaron a que todos los presentes lograran ver un hecho único en la historia de sus vidas.  El fulgor en el que se había convertido Samaniego, estaba siendo absorbido por el círculo de Luz.  Era como si la misma irradiación del pianista fuera llamada, o mejor, reclamada por la extraña claridad que había surgido de pronto frente a él.   Y en efecto, cuando por fin las notas de la obra de De Lucca estaban siendo interpretadas, Andrés Samaniego, Hijo de Chillán, luminaria de salas de concierto y de teatros por el mundo, desaparecía, convertido en resplandor y era llamado, sin duda, por formas de vida que le demandaban como un igual.  Sólo entonces, y antes de partir de esta existencia, el obsesionado genio comprendió por qué, hace un siglo atrás, la obra no había podido ser terminada.











viernes, 19 de febrero de 2016

YO HABLO SOLO

A continuación, un soneto escrito al pasar, a ver  qué  les  parece:




YO HABLO SOLO



Yo hablo solo ¿y qué? La conversación
De calidad es cada vez más rara,
Más escasa la feliz discusión
Con quien no teme mirar a  la  cara.

Argumentar con brillo y decisión
Sobre  propuestas  poco claras;
Arreglar el mundo con la visión
Puesta en un tinto que el gusto alegrara.

Yo hablo solo por rigurosidad,
Para no tener  que  explicar de nuevo
A un sujeto extraño la luz que llevo.

Aprecio el axioma, la  honestidad,
El sentir que a mis convicciones debo
Que en mis debates casi siempre apruebo.