EL ROBO

Se
los digo en serio, amigos, -comenzó diciendo Roberto- el ser humano está
hundido en la más terrible de las miserias. Primero crees saberlo todo y luego
te das cuenta que tus más profundas certezas no son más que meras
posibilidades.
-Esa es la
diferencia entre certeza y convicción –respondí- la primera te hace soberbio,
la segunda humilde.
-Pues a mí me
hizo idiota, y ya saben que si tengo mi mano derecha mutilada fue por la locura
y mi falta de respeto.
-Es un gran
mérito reconocer las debilidades –anotó Carlos.
- Brindo por
eso –aportó Ruperto.
Roberto
no era un mal tipo. Tenía su moral. Para empezar nunca robó a los pobres,
despreciaba a los ladrones mala clase que asaltaban los hogares de gente tan
desgraciada como ellos mismos, lo que lo convirtió en un terrible enemigo de la
zona oeste de la capital, capaz de desmantelar una cámara mientras te está
saludando; hábil al punto de sacar un citófono al mismo tiempo que pregunta la
hora. Su punto débil constituyó aquella extraña manía de generalizar, al
extremo de suponer que todos los miembros de un grupo al que se le
caracterizaba por determinado rasgo, debían reproducir invariablemente a
todas las demás singularidades.
- Ya
saben –prosiguió a la vez que le echaba sal a la generosa cerveza en el local
de don Lalo, el lugar de encuentro de mis dos amigos que todo lo que el ser
humano supone como cierto se basa en la dicotomía muy irreal del todo-nada,
siempre-nunca, todos-ninguno. Esto es todavía más peligroso en el caso de las
mujeres.
_
Volverás al tema de tu mano ¿verdad? –se anticipó Carlos – Pues esta vez y para
el recién llegado, quiero oír la historia entera, aunque por favor, lo más
exacto posible, sin eufemismo ni ambages. Conozco bien tus narraciones infinitas.
Se
sirvió un largo sorbo de su helada cerveza y fumó de su cigarrillo hasta el
pitillo (he aquí una combinación mortal de la que deberían cuidarse.)
-
Escucha, hermanito, lo que este socio tiene que decir, con Carlos nos hemos
ahorrado más de un dolor de cabeza.
- Listo quien
aprende de sus errores, sabio quien aprende los errores de los demás.
-
Amén, Carlitos. Bueno,no me doy más vueltas. Aprendan de la desgracia de un
hombre que consideró a las mujeres como “secreto conocido”, “lección aprendida”,
“escalón superado”. Error, terrible error. Antes contéstame tú, hermanito, lo
siguiente: ¿Cuál es el peor enemigo de un hombre? ¿Cuál es el único ser capaz
de hacer que un honrado varón se vuelvas mentiroso, maquiavélico, un guiñapo de
la noble criatura que fue?
-
Supongo que dado el contexto la respuesta es: Una mujer.
-¡Exacto!
Y ahora ¿cuál es el peor enemigo de una mujer?
-
¿Un... hombre?
-
¡Claro que no! El peor enemigo de una mujer es “otra mujer”.El único ser capaz
de echar por tierra los abyectos logros de una hembra es otra hembra.
- Al
punto, Robert, al punto –urgieron mis dos camaradas.
-
Allá voy. Las hembras no tienen sentido de gremio. Son mutuo destructivas. Por
eso no se hacen rodear por otras del mismo género. No puede haber dos reinas en una casa, aunque
sean madre e hija. No pueden conformarse con dejar al hombre que aman a otra,
por muy amigas que sean.
- Esa
es la generalización más tonta que he escuchado.
Carlos,
que terminaba de servirse el contenido de su jarra de cerveza, me miró muy
serio y me aclaró:
-
Oye, no es tonta, obedece a una profunda reflexión sobre la existencia de las
cosas. No tiene nada, pero es que nada de malo.
-
¡Cierto! –aseguró Ruperto- el tema aquí, puesto que conozco la historia de
Roberto es el problema de la excepción.
-
Precisamente esto fue lo que casi me mató. Escucha hermanito y aprende de los
errores de un hombre que ha sobrevivido al absurdo lógico que constituye en la
vida práctica, en la profesión de cualquiera, la existencia de una excepción.
“La
vieja de la casa de odiosos cuatro pisos era una más de las ricachonas que
nunca se ganó el sustento. Hija del padre adecuado, se casó con el marido
adecuado y educó al hombre adecuado ¿entiendes? Era el prototipo, el paradigma
de la mujer que se merece que al menos una vez en la vida, alguien le enseñase
que no lo tendría todo en bandeja de plata. La vieja era patética. Teñida de
rubio hasta más no poder, con arrugas para regalar, con un ceño fruncido como
la señora acostumbrada a dar órdenes... y a la que, más encima hay que tratarla
en diminutivo ‘Lucita, Marita, Gemita’, ¡Uf! No las soporto. Además tienen la
típica mansión, una fortaleza victoriana con tres guardias, un perro rodweiler
más bravo que la cresta, citófono empotrado al costado izquierdo de un portón
enorme lleno de pulidas tablas que impiden mirar hacia dentro, con una
decorativa cámara moviéndose de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y
una chapita de la empresa responsable de la seguridad. Estas señoras son
verdaderas arpías que tienen durante la noche una niñita medio tonta, a la que
no le otorgan carácter femenino, o un mozuelo bien intencionado pendiente del
timbre de la ama de casa. Todo lo descrito, y podría seguir toda la noche
indicándote el lugar exacto de la piscina, las medidas del ventanal, el número
de habitaciones y podría decirte cuánto regatearon por el precio de la
cerámica. Son todas iguales, aburridamente idénticas... y, debo decir, que para
un ladrón de mi experiencia, cómodamente típicas. Como ella, le he hecho el
trabajito a otras cuántas misias, por lo que tenía muy claro el procedimiento. Los guardias son lo más inútiles que hay. Ya como a las cuatro de la mañana no
sirven ni para asustar a un gato. La cámara tiene un ángulo ciego por el que puedes
deslizarte como por un corredor. Al perro le tiras un perrita en celo y en
menos de un minuto el cancerbero se transforma en baboso engendro lastimero.
Desconectar las alarmas es juego de niños, hasta los principiantes pueden
hacerlo. Al mozo, o mozuela, lo interceptas cortando la línea de comunicación
desde la pieza de la señora. Todo es tan fácil, tan preclaro, diáfano, tan
sencillamente determinado por leyes ancestrales del funcionamiento de las cosas
que ni podrías imaginar que algo no saliese como lo has previsto.
- ¿Y?
–pregunté.

“Listo,
me dije, ya no tengo enemigo que se me oponga. De aquí a la sala, al comedor y
hasta, con suerte, la caja de seguridad de la señorona. Era como se dice
“llegar y llevar”. Y así hubiese sido. En sólo quince minutos como todo un
profesional, tenía mi bolsa llena de cosas realmente buenas: candelabros,
vajilla, relojes, cachivaches electrónicos...
-
¿Y todo eso lo podías cargar?
- Oye,
hermanito, un ladrón profesional debe tener físico acorde con las exigencias
del rubro. En aquel tiempo tenía cuatro sesiones semanales en el gimnasio.
Podía cargar, créelo, hasta dos veces mi peso. El hecho es que lo tenía todo
listo, con cero molestias y mucha mercancía, y ya listo para irme, ocurrió lo
irracional, lo ilógico, lo antinatural, lo imposible.
- ¿Te pilló la
dueña de la casa?
- No.
- ¿Te
agarró el mozo o la niña?
- Tampoco.
-
¿Los guardias?

- ¿Y
en qué falló el plan? –quise saber inocente.
- La
excepción a la regla absoluta, hermanito- aclaró Carlos.
- Lo
que confirma la regla –coreó Ruperto.
- Así
es –terminó diciendo Roberto-, la vieja faltó a la ley natural de las mujeres
que no aceptan otras hembras cerca: El perro era perra.