LA MELODÍA
1
El caso de Andrés Samaniego es como aquellos que uno
los ve después convertido en documental.
El pianista más grande desde Arrau.
La promesa para un Chile que ya no tenía mucho que ofrecer al
mundo. Al menos todavía tenemos las
muchas grabaciones en vivo y en estudio que dejó para la posteridad, incluso tenemos
su bello piano, el mismo que lo acompañó desde la infancia, donde tomó sus
primeras lecciones, y en el cual, según dicen lo que pasó aquella noche durante
su último concierto, tocó aquellas notas que lo llevaron al límite de lo
humano.
Samaniego era un buen
hombre, hijo menor de una familia de cuatro hermanos, fue el que más
satisfacciones dio a la pareja de campesinos.
Su amado Chillán, tierra de artistas, le otorgó el don maravilloso que
habita en sus fecundas tierras. Se decía
que desde pequeño le llamaban el “List de América”, pues siempre tuvo esa
facilidad para hacer posible lo imposible.
Samaniego era al teclado lo que Paganini al violín. ¡Oh qué satisfacción para los que pudieron
gozarse desde los infantiles ocho años con aquellos temas que sólo los más
grandes podían ejecutar! Hasta el mismo Roberto Bravo, poco antes de su muerte
lo aplaudió como “aquél más poderoso que yo”.
Ganador de todas las becas, solicitado por todos los conservatorios,
reconocido por todos los críticos, grabado por todos los sellos, se le auguraba
una madurez segura, magnífica, preciosa, llena de las más grandes
realizaciones. Resultó ser, además, un
dedicado estudioso, no confiaba únicamente en su talento natural, por el
contrario, lo cultivaba celosamente, como el artista que era, que se da cuenta que
tiene una responsabilidad con toda la humanidad. Siempre se consideró poseedor de un regalo de
Dios, y él no era más que el medio, y por tanto debía protegerlo, madurarlo y
difundirlo.
Así, con todo ese
potencial, destacó también como escritor, siendo su tema favorito la
recuperación de aquellos compositores que por su escasa producción, por ideas
incorrectamente políticas, o por desavenencias con el gusto de la moda, se
olvidaron entre antologías rebuscadas, añosas y perdidas. Sentía, por cierto, una predilección por los
pianistas, que además de rescatar sus nombres de la insoportable ignorancia,
recuperaba para la humanidad, como un tesoro escondido, sus melodías que él
ejecutaba con inimitable belleza.
Precisamente cada año, Andrés publicaba sus descubrimientos y nunca le
faltaron interesados en grabar por el mismo intérprete las obras de aquellos
geniales compositores del pasado.
Obligados eran los conciertos por todo el mundo donde siempre se
renovaba además de, por supuesto, cumplir con los gustos generales y dar su
propia versión de los clásicos queridos y conocidos por todos.
De esta manera Andrés
Samaniego conoció a “Aberto De Lucca”.
Como siempre, perdido en las polvorientas bibliotecas de Europa, el
chileno más de una vez descubría los nombres de los viejos artistas, y luego revolvía
media cultura occidental para encontrar siquiera vestigio de sus
composiciones. En efecto así encontró
las cuatro únicas obras de De Lucca. De
la historia de este italiano del siglo XIX sólo se sabe que estudió en Turín y
que rechazó toda la enseñanza que le dieron, afirmando que él esperaba componer
una producción sin parangón y sin paralelo.
La idea era crear sin influencias de nadie. Y para Samaniego, el rebelde Aberto lo habría
logrado. Lo que hacía muy complicada la
historia del italiano era su extraña desaparición de los círculos de arte y de
los diferentes archivos. Es más, no
había noticia de su deceso. Pero para un
hombre de espíritu libre, sus creaciones lo mantienen con vida mientras halla
alguien que exista para gozarse en sus inspiraciones. La obra de De Lucca era sencillamente una
locura inusual e infinita, Cada una representaba siglos de avance en las
posibilidades interpretativas. Con
diáfanas cadencias, cromáticos acentos, disparatados ritmos. “La Sonata de la Luz”, primera obra del
compositor, era un imposible derroche de genialidad. “El Nocturno de Dos Rostros”, torre poderosa
de disciplina. “Los Caminos de Asís”,
testimonio de una fe conflictuada, pero sincera. Y por última, la mejor, la más increíble, la
más perfecta, la más difícil, capaz de elidir al intérprete más decidido ”El
Corredor”. Sí una galaxia de placer y de
pureza. Una tormenta de sentimientos y a
la vez, una desastrosa decepción, ya que era la única de las cuatro que estaba
inconclusa. En efecto, la obra se oía
tan bien, encendía tantas memorias, motivaba tantos abrazos y tantas fiestas,
impulsaba los corazones a las realizaciones más decididamente complejas, y
cuando el espíritu estaba dispuesto a abrazar la fiesta de esperanzas y de
pasiones que estallaban en el espíritu...
el silencio. Nada. No había continuación. No había nada por donde se pudiera avanzar.
La ambición y el
atrevimiento eran demasiado grandes como para no imbuirse del talento y
espíritu de De Lucca, y la tentación de terminar la obra del desaparecido
pianista italiano fue demasiado grande como para negarse.
2
Decidido a tan imposible tarea, Samaniego se
retiró a su cabaña cerca del lago Rapel donde iba para alejarse de todo. Allí nadie perturbaba su trabajo. Se agenció de todas las composiciones que
pudo encontrar donde fue otro compositor el que terminó la obra de los
maestros. Las escuchó una a una, la
memorizó nota por nota, ensayó por sí mismo alternativa por alternativa y por
cierto encontró algunas que habrían hecho palidecer a los más que intentaron
continuar con las creaciones de otros.
Sin embargo, nada parecía gustarle. Desechaba una tras otras los brillantes
finales que podía encontrar para ”El Corredor”, para esa melodía que lo tenía
obsesionado. Se sentía con la tremenda
responsabilidad de rescatar la inspiración que un desconocido acontecimiento
privó a la humanidad de la obra más bella jamás compuesta por mortal
alguno. Sin duda alguna, Aberto De Lucca
debía tener algunas experiencias espirituales muy fuertes, ya que sólo del
cielo podía venir algo tan sublime y tan exigente.
Con los días de intenso
trabajo su rostro comenzó a perder color.
Sus ojos se vistieron de coronas que revelaban la falta de sueño. Y sus ropas quedaron holgadas en un cuerpo que
perdía peso peligrosamente. Algunos de
sus amigos recibían extrañas correspondencia donde Samaniego explicaba los
desesperantes escollos que debía salvar para lograr su loca empresa. No pocos incluso le ofrecían compañía, o
consejos donde le instaban a dejar, aunque fuera por el momento, esa tarea al
parecer suicida.
Día tras día, noche tras noche, Andrés
intentaba en su teclado descubrir las intenciones del compositor
decimonónico. Muchas notas fueron
aceptadas, y muchas más fueron rechazadas.
Cientos de pentagramas llenaban el papelero donde caían las frustradas
intenciones del maestro Andrés. Hasta su
piano, su querido piano, tuvo que sufrir los golpes de las desesperadas
tempestades de impotencia del decidido músico.
Al final, y pesar de todos su esfuerzos
y de todo su talento, Samaniego entendió que no podía. Lo que para él era desconocido, el fracaso,
por primera vez lo contemplaba. Lo
vivía. Él, quien pudo interpretar el
vals de Mefisto a los ocho años, ahora se hallaba empantanado y tenía que reconocerlo
y sobre todo, aceptarlo. Terminar la
obra de De Lucca era sencillamente algo que estaba más allá de todo lo que él
podía realizar. Y terminó por
comprender.
Luego de un par de
meses de vacaciones y de incluso cuidados estrictamente médicos, el pianista
chileno anunció uno de sus conciertos más esperados. Donde solía interpretar el fruto de sus
descubrimientos: las nuevas obras de los maestros que quería entregar al mundo.
Por supuesto que todo
el mundo quiso pasar por la experiencia maravillosa de escuchar al maestro de
Chillán en su primera presentación de esa temporada. Y claro que los primeros siempre son los
menos queridos, los críticos, esos señores expertos en lo que ellos no saben
hacer. Fue tanta la belleza que tuvieron
que soportar que incluso aquellos que tributaban sus sueldos de los sellos
discográficos contrarios al de Samaniego, lo más terrible que pudieron decir
fue: “...su talento lo obliga a veces a ir más allá de lo requerido y se
precipita al abismo de una perfección innecesaria. ¡Qué lamentable en un artista tan
connotado!”. Todo el concierto fue un
gozo para los asistentes, una notable muestra de los frutos que da la
dedicación y el esfuerzo humano.
El programa de las
presentaciones del chileno se dividió en tres partes. Una dedicada a los maestros de siempre,
aquellos a los que es imposible no mirar si quieres saber lo que es la belleza
musical. Una segunda parte en que
Samaniego tomaba temas del folclor de su querido Chile y los presentaba en
notables arreglos para piano que nada tenían que envidiar a los clásicos que ya
había presentado. Y la tercera parte,
una de las más esperadas, en que el pianista mostraba las obras de aquellos
compositores perdidos en el tiempo y en el espacio. Este año le tocó el turno al fascinante
Aberto De Lucca. Y las expectativas no
fueron ni remotamente defraudadas. Uno a
uno de los movimientos fueron inevitablemente celebrados. No se podía esperar hasta el final para
vitorear al autor por un lado y al intérprete por otro, que sin duda su buena
parte en el éxito de la obra tenía que ver.
No obstante, a pesar de toda la acogida del público por su trabajo,
Samaniego tenía una tristeza inevitable, no haber dado final a la bellísima
obra de De Lucca.
El ciclo constaba de
cinco sesiones. Todas, por supuesto,
fueron a teatro lleno, pero ninguna fue más inolvidable que la última, cuando
ocurrió todo. En efecto, Aquella noche,
la última de la que se supo algo del eximio pianista de Chillán, los fanáticos
se habían repetido las presentaciones, los críticos otra vez, para ver si
estaba vez podían encontrar algo malo de qué hablar. Y por cierto así fue, pero no lo que
sospechaban. Las notas del piano se oían
maravillosamente, el instrumento sólo era afinado por Andrés y era su mejor
amigo, el más fiel, el más sincero. Lo
único que nos dejó de esa noche.
Cuando el artista,
comenzó, traía en su corazón una sensación extraña, una especie de
presentimiento mezclado con euforia y hasta con una nostalgia. Se acercó a su querido piano, y tuvo la rarísima
certeza de que sería la última vez que lo tocaría. Las maravillas que pudo entregar aquella
noche, por fortuna, quedaron grabadas por una serie de fanáticos que lograron
colar sus aparatos de grabación a pesar de las estrictas medidas de seguridad. Los clásicos maestros se oyeron mejor que
nunca, las melodías nacionales más perfectas que en ninguna otra
presentación. Sólo al final, cuando todo
parecía terminar, Samaniego entregó a la humanidad la más extraña obra jamás
compuesta: “El Corredor”. Entonces fue
que todo cobró sentido.
Ya desde los primeros acordes la melodía actuó
inexplicablemente en la audiencia. Los
asistentes comenzaron a ser invadidos por una serie de imágenes proyectadas en
una zona muy profunda de la mente que los llevaban a dimensiones infantiles, a
lindas remembranzas del pasado. Era como
si la obra cobrase vida, y como si estuviese a punto de llevarse a todos hacia
lugares de insólita descripción.
Las bellas notas y el
olvido del mundo hicieron que la inteligencia y la imaginación del pianista se unieran a tal
grado, como dispuestas a dar a luz una nueva forma de comprensión del universo
y de la existencia misma. En su interior
fue formándose la imagen de un corredor inmenso y acogedor, un vínculo
misericordioso entre su espíritu y algo insospechado que le esperaba del otro
lado. El ímpetu en la interpretación se
transmitió al público que también experimentó el recorrido adormecedor,
pletórico, irresistible. Pero a la vez,
muchos de los asistentes se percataron que la obra de De Lucca se alargaba
poderosamente, como si, por fin, el mismo Andrés Samaniego concluía el
movimiento que hace más de cien años había quedado trunco.
3
¡Qué maravilloso! ¡Qué inesperado! ¡Qué
sencillamente fascinante! El pianista se percató que su talento, su conciencia
iban más rápidos que sus manos. Por fin
podía anticipar, corregir, componer en fracción de segundos los acordes, notas,
acentos de la perturbadora obra de De Lucca.
Un gozo más grande a lo antes vivido lo estaba consumiendo. Su antigua frustración ahora era embriaguez,
total animación. Un sudor tibio se
deslizó por la frente del intérprete dejando contemplar la entrega absoluta en
la ejecución de “El Corredor”. Una
limpia alegría lo comenzó a llenar, un contento, una armonía con todo lo
existente. Las notas podían dar la
sensación de una felicidad duradera y total.
Lágrimas de profundo regocijo se deslizaban por las mejillas de una
artista cuya cumbre, según él, había por fin tocado.
Fue
en ese momento cuando la cosa más absurda e inesperada sucedió: Samaniego
comenzó a brillar. Sí brillar, con un
resplandor muy fuerte, una luz celestina que hacía suponer que el mismo Andrés
ya no era lo que parecía ante los ojos del mundo. El público se hallaba impresionado, asustado
incluso, pero no hubo disturbios, pues la belleza de esa visión dejó a todos
ajenos al mundo que había a su alrededor.
De pronto un círculo de luminosidad apareció frente al piano. Era una especie de arco por donde podía
entrar fácilmente un automóvil. El centelleo
de las luces, más éxtasis de la música ayudaron a que todos los presentes
lograran ver un hecho único en la historia de sus vidas. El fulgor en el que se había convertido
Samaniego, estaba siendo absorbido por el círculo de Luz. Era como si la misma irradiación del pianista
fuera llamada, o mejor, reclamada por la extraña claridad que había surgido de
pronto frente a él. Y en efecto, cuando
por fin las notas de la obra de De Lucca estaban siendo interpretadas, Andrés
Samaniego, Hijo de Chillán, luminaria de salas de concierto y de teatros por el
mundo, desaparecía, convertido en resplandor y era llamado, sin duda, por
formas de vida que le demandaban como un igual.
Sólo entonces, y antes de partir de esta existencia, el obsesionado
genio comprendió por qué, hace un siglo atrás, la obra no había podido ser
terminada.